sábado, 26 de septiembre de 2009

La edad de oro de la espada


La Edad Moderna abarca desde finales del siglo XIV hasta mediados del siglo XVIII, representa un periodo histórico que también ha venido a denominarse Renacimiento, por la enorme revitalización cultural que sufre Europa durante este periodo.

De si las gentes de aquella época sintieron algún cambio al salir de la Edad Media para entrar en la Edad Moderna, acaso tenemos noticia. Sin embargo, lo que en verdad es indiscutible, es que en los siglos del Renacimiento la espada evolucionará como nunca antes lo había hecho en tan corto espacio de tiempo.

La tipología de la espada, que apenas había sufrido cambios en los anteriores mil años, comienza a desarrollar una serie de modificaciones que cambiarán la misma idea de espada para siempre. La guarnición de la espada se hace más compleja, aparecen multitud de aros y volutas que incrementarán la protección de la mano que esgrime el arma. Tendencia que tendrá su máximo exponente en la espada de taza, que como su nombre bien indica, presenta una taza o cazoleta que cubre la mano por completo de las estocadas contrarias.

Es, gracias a los avances en la metalurgia y al cambio de los usos y costumbres de la sociedad europea del momento, cuando se inicia la edad de oro de la espada europea; época que dará al mundo los más bellos ejemplos de espadas que haya fabricado el hombre, y que a su vez, paradójicamente, representará el inicio del fin del uso de la espada como instrumento de guerra.

Este cambio no fue únicamente importante en aquel entonces, ya que de esta época proviene lo que hoy en día venimos a conocer como esgrima; no el simple manejo de una espada, si no el arte de esgrimir, de sentir el hierro, de intercambiar estocadas y requiebros en una frase de armas; en aquel entonces en el duelo, y hoy en día, sin excesivas modificaciones, en la esgrima deportiva.


jueves, 17 de septiembre de 2009

El Señor de Lavelanet



Era extranjero, o por lo menos parecía serlo, un personaje diferente en algo al resto de la gente allí congregada. Parecía moverse de una manera especial, tal vez fuera simplemente distinto del resto de los hombres, más fino, con cierta gracia en sus movimientos que lo podrían haber encasillado mejor en el sexo femenino, que no afeminado. Digamos que recorría la abarrotada estancia como pez en el agua, con una gracilidad digna de alguien que, de alguna manera, sabía moverse, que controlaba cada uno de sus pasos para evitar rozarse con la masa humana que lo rodeaba. Supongo que eso fue lo primero que me llamo la atención del desconocido, pero no sería lo único que lo hacía excepcional y que alimentaría mi sorpresa.

A diferencia de muchos otros de los nobles presentes, parecía recorrer las estancias de un grupo de nobles a otro, no parecía tener un lugar asignado o que le fuera en gracia; y así fue como, de nuevo para mi sorpresa, se acercó hasta nosotras. Lo único que sabía hasta entonces del extraño personaje era que por su estatus no debiera de buscar la compañía de nuestras humildes personas, pudiendo como podía codearse con los más selectos círculos de los allí congregados. En un primer momento creí que tal vez fuera por su carácter liberal, e incluso iconoclasta, por lo que se acercó a nosotras, (o como él mismo me reconoció más tarde, por contemplar de cerca la belleza de mi joven compañera, una bella dama recién llegada de las tierras del norte), motivo que me pareció fútil en extremo, pero que después de un tiempo en su compañía, llegué a considerar todo un ardid del destino que me permitiría conocer al interesante Señor de Lavelanet.

Las siguientes noches volvería a rondarnos, y poco a poco pareció ir perdiendo el interés en la belleza hueca de mi joven compañera para desarrollar conversaciones de toda índole en las que demostraba toda una suerte de conocimientos sobre los temas más diversos. Era su carácter inquisitivo a la par que burlón, y gustaba de conversar argumentando con tal pasión como si de un combate a espada se tratase, a pesar de lo cual, tras la discusión más acalorada, parecía olvidar el haberse sulfurado y regresaba a su estado jovial y relajado que lo caracterizaba. Otras veces, en mitad de una docta argumentación, se veía atraído por algún evento que consideraba de gran belleza y se quedaba ensimismado como si la curiosidad de un niño se hubiera apoderado de su voluntad y acto, para regresar repentinamente y continuar hablando como si no hubiera pasado nada. En cualquier caso, era un placer escuchar hablar a tan docta figura, un verdadero maestro, cuya sabiduría se forjaba en base a una insaciable curiosidad por todo cuanto le rodeaba.

Y algo debió de ver en mí, puesto que poco a poco, dejo de frecuentar muchos de los otros círculos de la nobleza, para pasar horas y horas conversando sobre lo divino y lo mundano en mi compañía, alejados del mundanal ruido, recluidos en sus estancias privadas o en algún rincón discreto de los jardines de palacio. ¿De que hablamos exactamente?, bueno, eso tan sólo podrá ser contado con más tiempo, por ahora ya ha sido suficiente por una noche, y el Señor de Lavelanet no es para una única noche...


Condesa de Evala




martes, 8 de septiembre de 2009

Un amor perfecto



Hace muchos, muchos años existió un hombre de increíbles cualidades. La suya era una mente preclara, de una erudición legendaria. Gracias a pertenecer a la casta más favorecida de su tierra , pudo desarrollar su pensamiento hasta límites insospechados; tal fué su capacidad, que creo un mundo, un universo más bien, el universo de las ideas. En este universo introdujo todas sus ideas, que no eran pocas, y las de otros muchos, de su tiempo y de siglos anteriores y venideros. Obra magna fue esta, y por ello fue recordado por los siglos de los siglos.

En lo que para él fuera un acto de bondad, trasladó a la Perfección de todas las cosas a este perfecto universo, y allí la guardo de cuanto pudiera ocurrirle, pues no sin razón pensaba que la Perfección podría sufrir daño en el universo de las cosas mortales. Sin embargo, como veremos más adelante, esto tuvo consecuencias desastrosas para los pobres humanos amantes de las cosas bellas.

Aquel hombre murió tiempo después, pero su fama alcanzó todos los horizontes conocidos, y aún más allá. Su universo sobrevivió a su creador, y tan hermoso era que no fueron pocos los que alabaron tan magna obra y también decidieron verter sus ideas en el. Así fue como cada hombre pensante que creía en este universo ayudaba a darle vida, a perpetuarlo en el tiempo, a extender sus fronteras, hasta casi sobrepasar las del propio universo de las cosas mortales. Yo mismo fui uno de aquellos seducido por tan magna obra, yo recorrí este mundo sin parangón, y allí encontré la Perfección, de la que súbitamente me enamoré.

Mas la dicha no fue tan buena como en un principio creí. La Perfección vivía encerrada en este universo, exiliada del mundo de las cosas mortales, guarecida dentro de una jaula dorada y se negaba a escapar, a acompañarme en mi discurrir por la mortalidad. Qué lejos estaba mi amante, que dolor no poder recorrer este universo, mortal, es verdad, pero universo, donde tantas cosas bellas se podían encontrar. Así mi dicha muto en desdicha, alejado como estaba de mi amante, ¿cómo podía de este modo ser feliz?

Atrapado en un amor platónico como pocos, no tardé en sufrir de infelicidad a pesar de estar enamorado. Y es que la Perfección es una cruel amante, tan alejada de nuestro mundo que es incapaz de comprendernos, ni tan siquiera de amarnos un poco, pues en el fondo le repugnamos como seres mortales e imperfectos que somos. Así de triste podría haber acabado esta historia, que no pocas veces ha terminado con la felicidad de grandes y pequeños hombres como yo, pero gracias a los dioses, un final inesperado me esperaba mucho más cerca de lo que hubiera imaginado.

Cansado de la exigencia ilimitada de mi cruel amante, comencé a deambular como alma en pena por este mundo mortal tan lleno de vitalidad. Y así, poco a poco, fui reconociendo todas las cosas bellas de las que el mundo de las ideas había tomado molde para crear su perfección. Y me di cuenta de que, tan alejadas de la realidad, las cosas perfectas eran menos perfectas de lo que creía, ¿pues no era atributo inmejorable de cualquier cosa el existir en realidad?, ¿como iba a competir una idea con eso?. En estos pensamientos me encontraba cuando me topé con un hermoso joven, Optimo. No era perfecto, he de reconocerlo, pero tenía una belleza natural que aumentaba su atractivo de una manera sorprendente.

En un principio me resistí a abandonar mi amor ideal, mi romance, mi desdicha; pero a medida que iba conociendo a Optimo, fui olvidándome de mi hermosa y lejana Perfección. Las cosas con Optimo eran muy diferentes, con el podía pasear por este bello mundo, más real que cualquier otro y disfrutar verdaderamente de la vida de una manera perfecta. Si, de una manera perfecta.

Había sido muy feliz recorriendo el hermoso mundo creado hacía ya tanto tiempo, enamorándome de la hermosa Perfección; pero tanto tiempo alejado del mundo real, del mundo donde habito, me había llenado de desasosiego y desdicha. Pues me pasaba como al pez que estando en tierra carece del liquido elemento que lo sustenta y esta destinado a morir. Ahora, conocido Optimo, que no es más que lo mejor que nos encontramos en la vida, soy mucho más feliz. Porque lo mejor no tiene porque habitar en el universo de las ideas, lo podemos encontrar aquí mismo, es verdad que tendrá fallos, que podrá ser mejorado, que, en definitiva, no será perfecto, pero lo que indudablemente será, es real como la vida misma.

"Siempre aspiro a más, y soy feliz con lo que tengo"



miércoles, 2 de septiembre de 2009

Al filo de la media noche

Quienes me conocen saben de mi pasión por las armas blancas, dícese del arma de hoja de hierro o de acero, como la espada. Este fruto del ingenio humano posee el dudoso honor de ser el primer objeto creado exclusivamente como arma ofensivo contra otro humano. Aún así, decir sólo esto sería omitir mucho de lo que son o han sido las armas blancas, y más especialmente las espadas.

Hace poco tuve el fugaz destello de lo que puede significar este hecho tan aborrecible, la destrucción de una vida humana, el uso de un arma que será teñida de rojo y dejará de ostentar el título de blanca. Fue gracias a Morfeo, y a los dioses doy gracias de que no tenga la desgracia de soportar ese trance en los dominios del día, pero la sensación con la que desperté sobresaltado me hizo pensar en el horror que esconde la belleza de un objeto destinado a destruir la vida humana. Verdadramente aborrecible.

Tiempo después, acompañado del sosiego que nos brinda la luz del día, reconocí este horror real, pero que no se esconde en las armas que empuñamos, si no en los brazos que las esgrimen. No es violenta la espada sanguinaria, lo es la naturaleza humana, la naturaleza misma de la que formamos parte indivisible.

Es por ello que recordé que la espada, símbolo de destrucción, también lo es de ley. De orden, de honor, de todo aquello que demuestra que lo humano, aún siendo naturaleza, puede ser capaz de sentimientos que lo diferencian del instinto. La espada ha significado la rectitud y el equilibrio, la violencia contenida en una línea de acero, una fina línea que nos separa de las bestias.

Hoy soy más consciente de la realidad del arma blanca, de sus brillos y sus sombras, o tal vez sea de los brillos y las sombras de su creador de lo que soy más consciente, pero a pesar o gracias a ello, sigo sintiendo una fuerte atracción por este artefacto humano que tanto representa para mí y para tantos en un mundo tan diferente del que lo vio nacer.