jueves, 25 de febrero de 2010

El tiempo pasa, nosotros perduramos


Hoy me vuelvo a despertar con el sonido del despertador, como cada día, y  he vuelto a vivir uno de esos momentos irreales entre el sueño y la vigilia. Cuando parece que ese momento forma parte de una larga sucesión de momentos, que uno tras otro se superponen y repite una y otra vez, en la irreal frontera entre nuestra vida y lo que soñamos.

Es en ese efímero y eterno momento cuando pienso, o necesito pensar, en que es lo que me hace abandonar ese mundo soñado, esa otra realidad onírica, en porque despertar a este mundo cuya frontera es tan cruel. Porque, para nuestro yo onírico, ¿que puede haber más cruel que ese sonido estridente que nos arranca de nuestro propio ser y nos trae de vuelta a un mundo mucho más anodino y estéril?

En ese cruel momento pienso si realmente hay una razón para estar vivo, para despertar, para vivir esta vida que vivimos. Es un momento triste, lleno de anhelos por lo que soñamos y que sólo nuestro yo onírico conoce desde cerca. Y hoy esa extraña sensación de desasosiego, esa duda, me ha acompañado hasta lo consciencia.

Y me pregunto, ya consciente, pero lleno de melancolía, ¿que hago yo en mi vida?, ¿estoy vivo o sólo sobrevivo como imperativo de mi cuerpo que no ha muerto?

La respuesta no es sencilla, pues implicaría saber el porque de nuestra existencia, pero algo habré de decirme para no morirme en vida. Algo que me permita disfrutar de la vida que poseo.

Supongo que, tanto para mí como para el resto de los seres, lo que lo consigue, lo que hace que todo ser humano viva dentro de su propia vida, es el sentido de su vida. Aquello que evita que nuestra mente se revele y vaguemos sin rumbo entre este mundo y el onírico, abandonados en tierra fronteriza hasta el agotamiento de nuestros cuerpos, hasta la muerte de nuestro mundo real.

Bien, yo tengo dos motivos, dos razones últimas que me permiten no pensar en esa pregunta capciosa de nuestra mente, el porque último, algo en lo que es mejor no pensar. 

Pues bien, como decía, dos razones. Por un lado, mi eterna e insaciable curiosidad por el mundo, por la humanidad, por la naturaleza, por todo cuanto nos rodea. Una curiosidad que me hace sonreír cada vez que veo las partes más curiosas del todo: la hermosura de los árboles que crecen hacia el cielo, la sabiduría contenida en las palabras que se lleva el viento, el canto de las aves, la naturaleza humana y mundana... y tantas cosas.

Y por otro lado, la capacidad de creación del hombre. Algo que me maravilla y de la que intento tomar parte en la medida de lo posible. Si hay algo que es capaz de diferenciar al hombre del resto de los seres, es eso, su capacidad de creación. 

A su imagen y semejanza crearon los hombres a los dioses, dioses creadores del universo, de la vida, del bien y del mal, de todo cuanto nos rodea. Y es que el hombre tiene una capacidad de creación infinita, desbordada, sublimada. Y es que, cuando crea, el hombre esta vivo, más vivo que nunca, dueño y señor de su creación, todopoderoso, como un demiurgo capaz de trastocar los mismos cimientos de la creación, ya sea creando grandes cosas o insignificantes castillos de arena.

Supongo que es por eso que el hombre es hombre desde que crea, porque es cuando comienza a vivir superando los imperativos biológicos, superando así a la supervivencia. Desde el momento en que se alza sobre el resto de los seres y crea para bien o para mal todo aquello que de su mente surge, vivirá realmente y cambiará el mundo. 

Cambia este mundo aportando cosas nuevas, o por lo menos ajenas a lo preexistente, cosas que resuenan en nuestras mentes, cosas imaginadas o inventadas, cosas traídas, en último termino, seguramente del país de los sueños.