jueves, 10 de diciembre de 2009

La marquesa de Orchaís


Cuando la conocí era joven e inexperto, apenas había comenzado a descubrir el mundo, o por lo menos el apasionante mundo de la corte. Cuando la abandoné ella misma quiso hacerme ver esa inexperiencia, que para entonces era menos de la que ella pretendía adjudicarme. Aún recuerdo sus palabras: "No creas que se me han escapado tus intenciones en ningún momento, yo he recorrido el mucho mundo y te sobrepaso con mucho en experiencia", aunque en esa ocasión, que sería la última, se equivocaba.

La marquesa era uno de los muchos personajes que poblaban la corte en aquellos momentos, una dama de más edad que la que cualquier observador poco discreto se hubiera atrevido a declarar. Característico era su brillo, su esplendorosa presencia, siempre deslumbrante, siempre atrayendo todas las miradas; pues hay que saber que de lo más disfrutaba era de ser como una de esas estrellas que deslumbran allá por donde pasan, dejando a todo el mundo con la boca abierta, tal vez deseando ser como ella, tal vez odiándola fruto de la envidia, pero siempre admiradas por todos.

Su público solía estar compuesto por jóvenes que se le acercaban atraídos por ese brillo especial que los años no habían conseguido deslucir y que quedaban definitivamente prendados por su expresividad y elocuencia, pues era capaz de embelesar con la palabra, cual si de una sirena o nereida se tratase.

Fue si duda Sino, quien tenía deparado un extraño camino para mi persona, (pero esa es otra historia), el que facilitó que entrase a su servicio como capitán de su guardia. De esta manera pude conocer a la marquesa, no ya inmersa en el artificio de la corte, si no en su propia morada, donde brillo y atractivo dejaban paso a la verdadera naturaleza de nuestra querida dama.

Habréis de creerme si os confieso que ni yo mismo pude ser capaz de atravesar los innumerables velos de artificio que protegían a su persona y aún hoy es el día en el que reconozco que nunca llegué a descubrir la verdadera naturaleza de esta interesante dama. Pero lo que sin duda descubrí al penetrar en su morada, fue que brillo y atractivo no dejaban de ser luces que se mostraban ante la galería de la corte y cuán lejos quedaban al acercarse a su lúgubre mansión, imaginada por muchos como la corte de una reina de oriente.

Cualquiera hubiera pensado que una tal dama viviera rodeada del más exquisito lujo turco, acompañada por cortesanos, servida por una legión de doncellas y protegida por un ejército a sus pies... no habré de decir más que si un servidor, en función de capitán de su guardia, se arrodillase a sus pies, así lo hiciera en ese mismo instante todos los componentes de su guardia. Tal era la precaria situación de, en esos momentos, mi señora.

Y ese era precisamente su poder, su capacidad para crear fuegos de artificio que deslumbrasen a las masas, para ser una y mil veces el centro del universo, para estar en boca de todos... a pesar de en realidad no ser ni poseer nada. Nuestro idilio no duró demasiado, pues aún siendo un hombre de honor, ningún caballero puede ofrecer sus servicios a cambio de nada. Tal nada, que apenas alcanzaba para dotarme de las armas necesarias para el desempeño de mis funciones.

Pero que no haya confusión en cuanto a mi persona, no fue por dineros, o por lo menos no por la falta de ellos. Pues todo dinero que alcanzaba las arcas de la entonces mi señora era derrochado sin piedad en nuevos fuegos de artificio que mostrar ante la corte, cosa que bien investigué a pesar de lo que pudiera agraviar con ello a mi señora. Fue mi intención hacérselo notar discretamente a quien tanto me debía, pero no gustándole mis insinuaciones y haciendo caso omiso de la deuda contraída, hube de exigir la paga que nunca llegó; y de esas mismas fui despedido con la consabida frase y un "buena suerte" que más sonaba a maldición que a buen deseo.

Pues buena suerte tenga usted, señora marquesa, que le hará buena falta para seguir escatimando sueldos de quienes entren a su servicio.


De las andanzas del Señor de Lavelanet.

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